La madre idealizada y su impacto psicológico
- Rosy Villa
- 20 may
- 8 Min. de lectura
Actualizado: 28 may
Durante años creí que algo estaba mal en mí por no sentirme suficiente. Lo que más he amado sobre esta tierra es ser mamá. Desde mi primer hijo leí todo lo que pude, asistí al curso de parto psicoprofiláctico, al taller de mamá primeriza y leí los libros de moda hace casi treinta años: “Porque lo mando yo”, “Tu hijo y tú”, “El niño feliz” y, obvio, el famoso libro de Glenn Doman “Cómo enseñar a leer a su bebé” (que increíblemente 18 años después me sirvió muchísimo con mi pequeña manzanita autista).
Aun así, les grité, les pegué, los herí y lastimé su corazón. ¡Claro que me sentía insuficiente! Y eso que para entonces ya era psicoterapeuta y estaba cursando mi especialidad en niños y adolescentes. Muchas noches tenía remordimientos acerca de cómo los había tratado ese día. De verdad sentía que algo no estaba bien en mí, ¿cómo era posible que fuera ese “monstruo” de mamá?
Hoy entiendo que intentaba alcanzar una imagen imposible: la de la madre perfecta que nunca falla, incondicional, abnegada, siempre presente, con un arsenal de juguetes y juegos a la mano en cualquier momento y situación, físicamente acogedora, intuitiva, sin heridas infantiles, sin sombra y sin emociones más que felicidad, comprensión y paciencia.
¡Uff! Nada más apartado de la realidad y de la humanidad que me habita y que habita a todas las madres sobre el planeta. Cuánto daño me hizo querer ser esa madre, cuánto dañó a mis hijos, a mí misma y ahora entiendo que a la sociedad completa.
La madre idealizada es una figura cargada de expectativas casi inhumanas. Se le representa como:
1. Incondicional: Siempre disponible, amorosa, comprensiva y paciente. Nunca se enoja, nunca se cansa y todo lo perdona.
2. Abnegada: Se sacrifica por sus hijos sin cuestionar, dejando sus propios deseos, necesidades y sueños en segundo plano. Su identidad gira completamente en torno a ser madre.
3. Siempre presente: Está en todos los momentos importantes, anticipa las necesidades de sus hijos antes de que las expresen y está física y emocionalmente disponible en todo momento para sus hijos.
4. Educadora moral: Transmite valores, modales, límites, pero con dulzura y sin imponer. Tiene la sabiduría para guiar sin controlar.
5. Físicamente acogedora: Su cuerpo y presencia son refugio: cálida, suave, contenedora, huele a hogar.
6. Intuitiva y omnisciente: Sabe lo que sus hijos necesitan sin que se lo digan. Entiende sus emociones, pensamientos y comportamientos mejor que ellos mismos.
7. Sin sombra: No tiene emociones “negativas” como enojo, frustración, resentimiento, deseo de libertad o ambivalencia hacia la maternidad.
Este ideal se construye a partir de mandatos religiosos, patriarcales y románticos que colocan a la madre en un pedestal simbólico, pero también la aíslan, la silencian y la exigen más allá de lo humano. Es una figura imposible de alcanzar, pero profundamente influyente en cómo muchas mujeres viven y sufren la maternidad.
No corresponde a la realidad de la madre humana y falible, y muchas veces esta idealización es una defensa inconsciente para no contactar con el dolor real del vínculo, cuando este ha sido doloroso y carente. Idealizar a mamá afecta la autoestima, la autonomía y la autoimagen de quien idealiza.
Genera una autoexigencia desmedida: “Si ella fue tan perfecta, yo debería estar a su altura”, culpa por los propios límites: “Si no soy feliz, debe ser por mi incapacidad, no porque algo me faltó.” Propicia incapacidad para poner límites o decir “no”, porque inconscientemente se busca su aprobación, y genera negación del enojo o del dolor hacia ella, lo que bloquea procesos sanadores y de individuación.
En los hombres puede generar efectos psicológicos y relacionales muy profundos, tanto en su identidad como en sus vínculos afectivos. Por ejemplo:
Dificultad para diferenciar amor y dependencia: Cuando la madre es idealizada como fuente única de amor, protección y validación, el hombre puede quedar fijado en una relación simbiótica. Esto dificulta el desarrollo de autonomía emocional y puede generar relaciones de pareja donde se busca “una madre” más que una compañera.
Confusión entre lo femenino y lo sagrado: Si la madre es vista como pura, buena y perfecta, aparece una escisión: la mujer idealizada (madre) y la mujer deseada (erótica). Esto puede generar culpa al sentir deseo por otras mujeres, o dificultad para integrar afecto y deseo en una misma relación, dando paso a infidelidades e insatisfacción emocional y sexual en la relación de pareja.
Miedo a decepcionar o traicionar a mamá: Muchos hombres sienten un deber inconsciente de proteger a la madre ideal, lo que puede derivar en autoexigencia, bloqueo emocional, incapacidad de entregarse en su propia relación de pareja, culpa por crecer, separarse o elegir caminos distintos al que su madre “hubiera querido”.
Dificultad para gestionar la agresividad o el enojo hacia lo femenino: La madre idealizada no puede ser cuestionada, y el enojo hacia ella —natural en el proceso de individuación— se reprime o se proyecta en otras mujeres. Esto puede derivar en relaciones de pareja ambivalentes o en actitudes pasivo-agresivas hacia su pareja. Frases inconscientes como “nadie es mejor que tu mamá”.
Sobreprotección o infantilización hacia otras mujeres: Al poner a la madre en un pedestal, puede surgir una actitud de “cuidar” o “salvar” a las mujeres desde una mirada paternalista, negándoles libertad, valor, fuerza, inteligencia y poder propio.
Dificultad para verse como hombre completo: La figura idealizada de la madre puede eclipsar al padre, generar rechazo o debilitar su lugar interno. Esto afecta la construcción de una masculinidad madura, porque el hombre queda pegado a la mirada materna como fuente de identidad, aprobación y fuerza.
Este tipo de idealización suele ser inconsciente y está sostenida por la cultura que exalta a la madre como figura sagrada. La idealización de la madre también tiene efectos profundos en las mujeres, y muchas veces se manifiestan en su identidad, sus vínculos y su relación consigo mismas, por ejemplo:
Autoexigencia extrema al convertirse en madre: Cuando idealizamos a nuestra madre y la revestimos con esa imagen cultural de la madre perfecta, lo que ocurre es que comenzamos a exigirnos a nosotras mismas ser igual o mejores que ella. (En lo personal, eso fue lo que yo viví. Entre otras cosas, yo quería ser mejor que ella). Esto genera culpa constante, miedo a fallar y agotamiento por no permitirnos límites ni errores.
Dificultad para diferenciarse: Idealizar a la madre puede obstaculizar el proceso de individuación. Cuesta poner límites, tomar decisiones distintas o ver los errores maternos sin sentir culpa o traición. Esto puede llevar a vivir “vidas heredadas” en lugar de vidas propias. Recuerdo que, en un retiro de vinculación al que invité a mi mamá, mi maestra me dijo que yo estaba mimetizada con mi mamá. Fue muy duro, porque fue reconocer que, efectivamente, una parte de mí se veía unida a ella como si fuéramos la misma persona.
Ambivalencia hacia la feminidad: Porque si mamá representa el modelo perfecto de lo femenino, la hija puede sentir que nunca estará a su altura, o bien rechazar ese modelo por sentirse atrapada por él. Esto puede generar conflicto interno entre el deseo de identificarse con la madre y el deseo de liberarse de su sombra, lo cual genera que nos quedemos atrapadas ahí, rechazándola y anhelando al mismo tiempo.
Represión de emociones “inadecuadas”: La idealización muchas veces se acompaña de la idea de que la madre —y, por tanto, la mujer— no debe enojarse, tener deseos propios, frustrarse o mostrar ambivalencia. Así, muchas mujeres reprimen aspectos vitales de sí mismas para no “romper el molde” de la buena hija, porque eso da seguridad y pertenencia.
Competencia inconsciente o culpa hacia la madre: Idealizar a la madre puede llevar a competir con ella en secreto, o a sentir culpa por superarla en algún aspecto como ser más libre, feliz, exitosa, etc. Este conflicto puede afectar tanto la autoestima como la relación madre-hija.
Dificultad para ser mamá desde un lugar propio: Cuando la imagen materna ideal pesa demasiado, muchas mujeres oscilan entre repetir el patrón o rebelarse contra él, sin poder crear una forma de maternar auténtica. Esto puede causar inseguridad, miedo al juicio o sensación de no estar “cumpliendo” con el mandato familiar de las madres de su linaje.
Inhibición del enojo hacia la madre real: Idealizarla impide reconocer heridas o necesidades no satisfechas. El enojo, si no se permite, se vuelve hacia adentro, comienza con un profundo rechazo hacia una misma, también toma forma de depresión, culpa o autocastigo, o se proyecta en otras mujeres o hijas.
Desidealizar: Todos idealizamos de alguna manera a mamá. En algún momento de nuestras vidas no hemos querido o no hemos podido verla como es. No se trata de “echarle la culpa” y condenarla, se trata de ver a la madre como ser humano. Nombrar lo que dolió no es traicionar, es recuperar poder personal.
Desidealizar permite reconocer necesidades legítimas y reconstruir la autoestima desde lo real. Entender que lo que nos dio, “bueno o malo o lo que sea”, no tiene que ver con nosotros, no determina nuestro valor, nuestro merecimiento ni nuestro potencial. Ella lo dio como fue: por ella, por su historia, por su carencia, por sus heridas y por su contexto. Mirar a la madre real libera. Aceptar la verdad de ese vínculo permite convertirse en una buena madre/padre para uno mismo.
Cómo sanar la idealización:
Reconocerla: Sé que es difícil ver los errores, fallas, límites o actitudes dañinas. Pero sin reconocerla es imposible quitarla.
Reflexiona: ¿Puedes nombrar al menos tres cosas que te dolieron o te faltaron de ella sin sentir culpa o justificarla.
Permítete sentir la ambivalencia: desidealizar implica abrir espacio a sentimientos mixtos: amor, enojo, frustración, tristeza, ternura. No todo fue bueno ni todo fue malo y reconocerlo así es lo que nos sitúa en la sanación.
Investiga su historia: Conocer la historia de tu madre, su infancia, sus heridas, sus condiciones de vida, etc., te permite verla con más perspectiva, sin justificarla, pero sí comprendiendo su humanidad. Y abre tu corazón hacia tu propio amor, porque te permite reconocer que no fue por ti, sino por ella y su historia.
Valida tus heridas: Reconocer lo que te dolió no es traición. Es parte de tu sanación. Muchas veces cargamos con lealtades invisibles que nos impiden ver la verdad de nuestra infancia. Validar nuestras heridas nos permite validar las de ella también, y nos sitúa en un lugar de igualdad como seres humanos.
Separa tu identidad de ella: Muchos aspectos de tu personalidad, tus decisiones o tus creencias pueden venir de buscar aprobación o evitar rechazo de tu madre. ¿Qué cosas haces o no haces para que mamá te quiera o te apruebe? ¿Qué partes tuyas tuviste que esconder para pertenecer? Implica estar dispuesto a transitar el dolor de no agradar a mamá para integrarnos en una personalidad autónoma.
Perdona sin justificar: El perdón verdadero no niega el dolor ni idealiza. Solo llega cuando puedes ver lo que fue, sin juicio ni reproche: solo fue. Hacer duelo y liberarte del peso, eso es perdonar.
Ámate como necesitas ser amado: Este paso es clave y es mi favorito. Ser yo mi propio suministro de amor, cuidado y soporte. No por ser “autosuficiente”, sino por honrar la vida y la semilla de amor que ella puso en mí. Convertirte tú en esa figura interna que cuida, reconoce y sostiene. Reparentalizarnos es posible, necesario y bellísimo.
Cuando dejé de ver a mi mamá como un mito y la abracé como mujer, empezó a surgir en mí la adulta que pudo mirar con compasión mi propia maternidad y la suya. Pude, con humildad y honestidad, hablar de las heridas que les hice a mis hijos, empoderarnos todos por encima del dolor y comenzar, por fin, a vivir en libertad.
Bibliografía:
Lealtades invisibles, de Iván Boszormenyi-Nagy
La madre suficientemente buena, de Donald Winnicott, Trópicos,revista de psicoanálisis; año XX, vol. 1, 2012
El mito de la madre perfecta, de Jane Swigart
Madres que no pueden amar, de Susan Forward
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